CIRCULO DE CIBERLECTURA
INDICE.-
Comentario de libros.- Repensar la vida y la muerte.
Webs de interés.- Comité Bioética Catalunya
Artículo comentado.- Celos y robots sexuales
Vídeo recomendado.- Sesgos que moldean la manera de ver el mundo.
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Noticias.-
I Congreso Internacional de Bioética.
https://www.fundaciogrifols.org/es/web/fundacio/presentacion
Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradicional.
Peter Singer Paidós, 1997, 1ª edición.
El libro que a continuación se reseña puede considerarse un clásico sobre los aspectos conflictivos, desde el punto de vista de la bioética, que pueden tener lugar al principio y final de la vida en relación con los avances tecno-científicos de la medicina desde mediados del siglo XX. Es más, la propuesta del autor, el siempre polémico Peter Singer, es construir una nueva ética para el siglo XXI con el consiguiente derrumbamiento de la ética tradicional en las sociedades occidentales.
Tanto es así que propone una reescritura de algunos de los Mandamientos éticos insertos en la tradición occidental: El primer antiguo mandamiento considera que toda vida humana tiene el mismo valor; el autor lo reformula reconociendo que el valor de la vida humana varía. El segundo antiguo mandamiento: nunca poner fin intencionadamente a una vida humana inocente; lo reformula pidiendo responsabilizarse de las consecuencias de tus decisiones. El tercer antiguo mandamiento: nunca te quites la vida e intenta evitar siempre que otros se quiten la suya; lo reformula por el respeto al deseo de vivir o morir de una persona. El cuarto antiguo mandamiento: creced y multiplicaos; lo reformula por traer niños al mundo sólo si son deseados. Y el quinto y último mandamiento que reformula sustituye: considerar que cualquier vida humana siempre es más valiosa que cualquier vida no humana, por no discriminar por razón de especie.
Sin lugar a dudas, esta propuesta la va desbrozando argumentativamente en los diferentes capítulos del libro. Así desde el primer capítulo critica la expresión “muerte cerebral” como un constructo verbal que elude el fondo de la cuestión: la posibilidad de los trasplantes de órganos. Pero lo que él critica es el enmascaramiento de una cuestión ética basada en la elección, por un constructo verbal basado en aspectos clínicos. Así mismo, desde el inicio, también critica la distinción entre medios de tratamientos ordinarios y extraordinarios al final de la vida por considerarlos un disfraz verbal para no posicionarse sobre una elección en base a la calidad de vida que en realidad se está haciendo.
Frente a la ética tradicional, que sigue aferrada al valor intrínseco de la vida humana, sin considerar su naturaleza y calidad, el autor considera que el momento actual “es un momento de oportunidades para configurar una ética que no necesite apoyarse en ficciones que nadie puede creer realmente y construir una ética más compasiva y más sensible sobre lo que la gente decide por sí misma, una ética que evite prolongar la vida cuando hacerlo es obviamente inútil y una ética menos arbitraria en sus inclusiones y exclusiones que la ética tradicional”. No parece necesario decir que Peter Singer aboga por una ética en que la autonomía del individuo se erija en preeminente a la hora de tomar decisiones en que la vida esté en cuestión y por una ética consecuencialista que se haga responsable de las decisiones que se toman.
Esta cimentación de su nueva ética, que frente a la sacralidad de la vida humana, se basa en la libertad de elección de manera autónoma y responsable, le sirve para afrontar los difíciles conflictos bioéticos que tiene planteada la medicina actual: muerte cerebral, estado vegetativo persistente (hoy se le denomina permanente), trasplante de órganos, el suicidio asistido, la eutanasia, o al inicio de la vida, la investigación sobre embriones o el aborto.
Sobre el final de la vida de una persona reproduce un escrito de la Comisión Presidencial para el Estudio de Problemas Éticos en la Medicina de Estados Unidos:
El mismo patrón ético propone sobre el suicidio asistido o la eutanasia. Se pregunta: “¿Acaso el paciente no tiene derecho a pedir esta ayuda, y si un médico está dispuesto a prestársela, por qué debería obstaculizarlo la Ley?” Aunque en su argumentación es muy consciente, como él mismo señala, de la dificultad de estos casos pues:”preguntar a los médicos si pueden matar a pacientes conscientes y autónomos, si los pacientes lo piden, es un cuestionamiento directo de lo que se ha considerado el núcleo de la ética médica tradicional”. Y así mismo, señala que “políticamente es aquí donde se está librando la batalla más enérgica contra la ética de la santidad de la vida”. Y critica la diferenciación establecida, como un enmascaramiento más, en decisiones que afectan a la calidad de vida, entre la supresión de tratamientos que precipitarán la muerte y permitir la eutanasia activa voluntaria, es decir, el resultado de una inyección.
Con respecto a los problemas éticos del inicio de la vida, en todo lo que tiene que ver con el estatuto del embrión nos dice: “El hecho de que el embrión tenga determinado potencial no significa que podamos perjudicarle, en el sentido que podemos perjudicar a un ser que tiene necesidades y deseos o puede sufrir. Lo que significa realmente, si el embrión no realiza ese potencial, es que no vendrá al mundo un ser humano concreto”.
Para el autor “[el embrión] no tiene, ni ha tenido nunca, necesidades o deseos, por lo que no podemos perjudicarle haciendo algo contrario a sus deseos. No podemos causarle sufrimiento. En otras palabras, el embrión no es, ahora, el tipo de ser al que se puede dañar, no más que a un óvulo antes de la fertilización”.
Y con respecto al aborto su criterio es similar al de la potencia frente al acto en los primeros momentos de la concepción, ya explicado en el caso de los embriones para estudio e investigación, pues estos momentos iniciales de la concepción son básicamente probabilísticos y que la potencia se desarrolle, según el autor, no es mucho mayor que la del espermatozoide seleccionado para la microinyección. Ahora bien, deja claro que la elección entre los diferentes momentos de vida intrauterina del embrión/feto seleccionados a partir de vida cerebral como fundamento ético o estatus moral no deja de ser, sin duda, un criterio ético y no científico y vuelve a criticar que esta elección, para alcanzar el estatus moral de una determinada protección a esa nueva vida, sea también una ficción similar a la de la muerte cerebral. Para el autor “una ficción oportuna que convierte a un ser evidentemente vivo en un ser que legalmente no está vivo”. Y se pregunta el autor “¿qué tiene de especial el hecho de que una vida sea humana?”
Esta última pregunta le sirve al autor para abordar otro de los temas que tradicionalmente viene defendiendo y que expresa, como hemos visto en su último nuevo mandamiento de la ética que nos propone: no discriminar por razón de especie.
El autor se posiciona contra el especismo y en su defensa nos dice que la exclusión por especie es similar a la exclusión por raza o sexo. “El racista, el sexista y el que discrimina por especie dicen todos: el límite de mi grupo también establece una diferencia de valor. Si eres miembro de mi grupo, tienes más valor que si no lo eres, sin importar de qué características puedas carecer. Cada una de estas posturas es una forma de protección del grupo o de egoísmo del grupo”.
Juan Carlos Hernández Clemente.
Madrid, 2018
Comité Bioética Catalunya
donde reivindica la inseguridad, la sensibilidad inteligente y el anhelo.
http://nuffieldbioethics.org/project/teaching-resources/personalised-healthcare
Murcia
Celos y robots sexuales
Szczuka JM, Krämer NC. Jealousy 4.0? An empirical study on jealousy-related discomfort of women evoked by other women and gynoid robots. J. Behav. Robot. 2018; 9:323–336
Los robots son ya una realidad en nuestra vida. Están presentes en la industria, en la cirugía y posiblemente a no mucho tardar viajemos en coches – robot, vehículos que se desplazarán siguiendo las instrucciones de un ordenador, siguiendo el camino abierto por trenes sin conductor que vienen circulando desde hace décadas. También de cuando en cuando conocemos que en determinadas ferias y eventos tecnológicos se han presentado robots de aspecto humanoide diseñados para acompañar o para asistir, e incluso robots con apariencia de mascota que son capaces de realizar algunas gracias propias de nuestros amigos domésticos. Por lo que se ve existe o es al menos concebible otro tipo de robot que muestra la versatilidad de estos artilugios: la de robot muñeca sexual, una variante que ha despertado el interés de las alemanas Szczuka y Krämer, quienes han realizado un curioso experimentosobre la base de consideraciones psicológicas, sociológicas y evolucionistas, con un llamativo diseño para el que han incluso elaborado algunos instrumentos de creación propia.
Parten nuestras investigadoras de la constatación de que los primeros estudios sobre la dimensión sexual de la interacción humano – robot se han centrado en la aceptación que tiene esta dimensión en los varones, lo que deja desatendida la vivencia de las mujeres al respecto. Existe, sin embargo, un sesgo en su planteamiento: Aparentemente el interés de la bibliografía por la vivencia masculina tiene que ver con la aceptación en el sentido de contemplación del uso de estos ingeniosos artilugios como pareja sexual, mientras que lo que parece atraer a Szczuka y Krämer es hasta qué punto esos mismos objetos (en el sentido más sexual del término) despiertan celos en las mujeres. Este interés por los celos, más que por la aceptación, sorprende un poco, máxime cuando las autoras reconocen que hay artilugios electrónicos de mayor o menor complejidad que también pueden ser utilizados por las mujeres y despertar consecuentemente malestar en los varones, pero lo cierto es que nuestras autoras tienen un particular interés en la triangularización de las relaciones cuando anda por medio un robot sexual. Para ello sitúan la cuestión en un contexto evolucionista; así, señalan, una mujer no debería sentir celos de un robot en aspectos procreadores, en la medida que el artilugio no puede competir con ella (por el momento) a este nivel, pero sí podría vivirlo como serio competidor en materia de los recursos que el varón debe compartir con su pareja desde la noche de los tiempos. Así, parece razonable pensar que las mujeres no sentirán tantos celos o preocupación por el hecho de que su pareja tenga relaciones sexuales con otra mujer, como por la posibilidad de que desarrolle un apego emocional que significará un desvío de recursos (tiempo, dinero) hacia la máquina competidora. Y, hay que insistir, el robot sí puede hacer que el varón dedique a él (a ella, si se quiere, tratándose de robots de aspecto femenino) recursos de los que no disfrutará la mujer: por una parte, el dinero gastado en la compra del robot (o de cualquier otra forma de transacción económica que permita al varón el disfrute del mismo, como alquileres, esquemas de leasing o renting); por otra y, por supuesto, el tiempo o los recursos físicos que dedica el varón a la actividad sexual con el robot, detraídos de los que podría dedicar a su pareja.
Para llevar a cabo su estudio Szczuka y Krämer realizan una encuesta online en la que participan 848 mujeres alemanas de edad variada pero que han de cumplir el requisito de proclamarse heterosexuales. A este amplio grupo de mujeres nuestras investigadoras les preguntan cómo reaccionarían si su pareja (varón) mantuviera relaciones sexuales con otra mujer, con un robot de aspecto ginecoide o con otro robot con algún atributo femenino pero fácilmente reconocible como máquina. Cuentan para ello (ver ilustración) con una gama de imágenes que muestran a las encuestadas y que reproducen, en primer lugar, a una mujer con indumentaria y pose que, digamos, puede considerarse incitadora desde el punto de vista sexual; su segunda imagen es una figura con aire manga con similar orientación; la tercera, finalmente, es algo parecido a un maniquí que permite ver las partes más fríamente mecánicas de su diseño. Las tres categorías tienen algo que ver con un estudio previo de las mismas autoras con varones en el que observaron que si se les preguntaba explícitamente aseguraban que las mujeres eran más atractivas que los robots ginecoides, pero en una medida implícita se apreciaba que les resultaban igualmente atractivos estos últimos.
Tras haber respondido previamente a algunas cuestiones sobre ellas mismas, las 848 encuestadas fueron divididas por Szczuka y Krämer en tres grupos, cuyas respectivas integrantes debían imaginar que sus parejas mantenían relaciones sexuales con otra mujer, con un robot de apariencia femenina, o con un robot con claro aspecto de máquina. Para hacer más fácil ese ejercicio de imaginación, se le ofreció a cada participante 4 ejemplos visuales del tipo de partenaire con el que debían figurarse a su pareja. Todo ello, debemos decir, para verificar su hipótesis de que hay una gradación en la intensidad de los celos según la naturaleza de la competidora, de modo que otra mujer despertará estos sentimientos de forma más acusada que un robot ginecoide de acabado atractivo y este, más que otro de aire más mecánico. Además, se plantean que puede haber facetas o características en las mujeres que condicionarían o modularían estos celos, algunas de tipo personal (autoestima, apariencia física subjetiva, actitud hacia la posibilidad de que las relaciones de pareja no impliquen exclusividad o fidelidad a toda prueba) y otras relacionadas con actitudes hacia la tecnología (valoración negativa de los robots, tendencia al antropomorfismo y disposición a que la tecnología intervenga en las relaciones de pareja). Pues bien: la situación que despierta una mayor desazón en las encuestadas es imaginarse que su pareja pueda tener una relación con alguien representada por la imagen de la mujer “de carne y hueso”. Si volvemos a la visión evolucionista, esto es coherente con el hecho de que la mujer es una competidora para la procreación, en tanto que los robots, atractivos o no, no pueden (a día de hoy) suponer una amenaza en este terreno y por lo tanto, generan menos angustia. Sin embargo, en otras dimensiones, como la sensación de que la relación no es correcta o la de que el varón está dedicando a las competidoras tiempo y recursos que detrae de la mujer, las tres figuras (mujer real, robot ginecoide, robot con aspecto claramente de máquina) provocan niveles similares de malestar, que con los robots pueden ser incluso superiores a los que genera la mujer real. Curiosamente, este diferente grado de malestar no se explica por características personales de las encuestadas como la autoestima o la sensación subjetiva de ser físicamente atractiva, sino más bien por las variables relacionadas con aspectos tecnológicos, arriba enumeradas. Podría entreverse, por tanto, que además de reprobar en lo práctico que haya un desvío de recursos, lo hay también en lo moral, por cuanto genera incomodidad la idea de que la propia pareja se lo pueda llegar a montar con un cacharro, vistoso o no. Por tanto, los robots sexuales sí pueden despertar celos en las mujeres, relacionados con la competición por recursos y por el repelús que puede causar que su pareja tenga affairescon artilugios.
El capítulo final del trabajo, reconociendo sus limitaciones y proponiendo futuras vías de investigación, merece algún comentario. En primer lugar, hay que tener en cuenta que para muchas de las participantes eso de pensar que su pareja pueda tener una relación con un robot sexual sería una idea totalmente nueva, contaminada, además, por la imagen que en la cultura popular se tiene de los robots, derivada generalmente de sus representaciones en el cine, según Szczuka y Krämer. En segundo lugar, aunque utilizaron diferentes escalas e instrumentos de valoración, nuestras autoras omitieron el uso de alguna que valorase la tendencia a los celos en la vida real, que podría haber permitido ver si sus diversos grupos eran homogéneos o no en esta dimensión.
Amplias avenidas se abren para la investigación futura en este campo si conseguimos, como proponen Szczuka y Krämer, definir con precisión el engaño a la pareja en el contexto de la interacción entre humanos y robots y apreciamos la influencia que el diseño del robot a gusto del consumidor puede tener en la aparición de celos en la mujer (pongamos que el varón se hace con un robot que reproduzca fielmente los rasgos de una antigua pareja). No menos relevante, nos indican nuestras autoras, sería explorar la forma en que cambian en la población las actitudes hacia los robots sexuales. No perdamos de vista el hecho constatado en este estudio de que las mujeres sienten celos de robots que no ocultan su condición de máquinas; unido al dato de que según nos dicen nuestras autoras hay estudios que muestran que los hombres pueden sentir celos de los clásicamente llamados consoladores, daría pie a que se ahonde en la investigación acerca de los celos que despiertan otros cacharros como las vaginas artificiales o los fleshlights, unos artilugios que parece que pueden traducirse como masturbadores. Igualmente, a medida que los robots ginecoides desarrollen habilidades sociales, se conviertan en conversadores amenos al gusto de los varones (por ejemplo, adquieran conocimientos sobre materias profundas como el fútbol) y se acerquen a los gustos del colectivo masculino (con una programación específica para tener aversión a ir de compras), podrían conseguir que el varón prefiera su compañía y comparta con ellos más tiempo (recurso esencial) que con su pareja, lo que sería un poderoso potenciador de la aparición de celos en esta. Qué decir, por otra parte, de la posibilidad de que se diseñen robots sexuales masculinos, customizados a gusto de la consumidora y (es un suponer) complacientes acompañantes cuando hay que ir de compras: la aparición de estos productos abriría paso a interesantes estudios sobre los celos que podrían despertar en varones. Y el colofón sería pasar toda esta rica investigación por el tamiz de lo cultural. No olvidemos que Szczuka y Krämer han estudiado el problema en mujeres alemanas, un colectivo bien informado, pudiente, abierto a la innovación tecnológica y a las formas creativas de relación de pareja, lo que no se da en todas las culturas y sociedades del mundo.
Curiosa aportación, ciertamente, la de Szczuka y Krämer, de la que uno cree que puede ser candidata a los próximos premios IgNoble.
Juan Medrano
Bilbao